CRI-CRI

Cri-cri. Las cigarras cantan entre los pinos. El calor es asfixiante y la negra cinta de asfalto parece a punto de derretirse definitivamente. Intentas poner un desarrollo más corto pero no, ya llevas la corona más grande engranada. No hay otra opción que seguir empujando los pedales mientras sigues subiendo el puerto . Cri-cri. ¿Pinchazo? Bajas la cabeza y miras la rueda trasera. No sabes qué te aliviaría más: si verla pinchada, dejar marchar la carrera, descansar mientras te la cambian y luego ir más ligero o comprobar que no está pinchada y seguir sufriendo. No está pinchada, ni el asfalto derretido, pero no avanzas. Cri-cri, las cigarras. Y las moscas.

Lance Armstrong tenía la teoría de que las moscas siempre rodeaban al que iba peor. Será efecto de la acidosis en que entra el cuerpo cuando ha sido llevado al límite físico, o de la acumulación de CO2 que el ciclista es incapaz de reciclar. Y ahí estaban las moscas. Las gafas llenas de sudor, chorretones por dentro y por fuera no permiten ver bien la carretera, pero la velocidad es lenta. Ya te las quitarás bajando, no conviene que los rivales vean tu mirada sangrante, perdida, a punto de claudicar. Cri-cri.

Un corredor se pone a tu altura, notas que te mira. No desvías la vista del frente, no mueves un músculo de la cara, que no note tu agonía. Acelera. Sigues su ritmo sabiendo que durarás poco, todos los datos de tu ciclocomputador están en rojo: potencia, pulsaciones, VAM (velocidad de ascensión),…Uff, menos mal, baja el ritmo. Te pones a rueda procurando que vea tu sombra, que estás ahí, que no ha podido contigo. Y entonces vuelve a arrancar hacia arriba con más violencia. Imposible seguirle. Diez, quince, veinte metros. Ves como se aleja la carrera, la vida misma. Cri-cri  cantan las cigarras. Y las moscas acuden a ti como lo que eres: una mierda encima de una bicicleta. Las jodidas moscas.

Esta escena que hemos vivido todos en competición o con la grupetta de turno es un clásico del verano y el calor. Pero hoy vamos a hablar de todo lo contrario, del frío y la nieve.

“Allez Chri, allez Chri, Chri!” era el grito de guerra de los aficionados a uno de los grandes corredores ciclistas, a uno de los pioneros, Eugène Christophe. Y con el apodo de “Cri-cri” se quedó. Se dio a conocer en 1909 al ganar el Campeonato de Francia de Ciclocross y a partir de entonces ganó otros seis títulos y participó en 11 Tours de Francia e incontables carreras. Tiene el honor de ser el primer corredor en lucir el maillot amarillo del Tour en 1919 y en protagonizar la escapada en solitario más larga de la historia con 315 kms. En el artículo dedicado al Tourmalet (Grandes Puertos: TOURMALET – BGR) ya hablamos de él por la desgracia que tuvo al romper la horquilla cuando iba destacado y tener que soldarla él mismo en una herrería. Eso fue en 1913 pero antes, en 1910, participó en la cuarta edición de la Classicissima, la clásica de las clásicas, la Milán-San Remo.

La carrera sale del Duomo de Milán, al pie de los Alpes, y se dirige hacia el Suroeste por las llanuras de Lombardía y Piamonte para acceder a la costa de Liguria a través del único paso montañoso, Passo del Turchino. Luego todo un recorrido costero que acaba con dos pequeñas colinas (Cipressa y Poggio) hasta llegar a la elegante San Remo. 298 kms en total. 

El 3 de abril de 1910, a las seis de la mañana, 63 corredores salieron del Duomo para cubrir los 300 kms que les separaban de San Remo en una mañana fría y desapacible. Las pocas noticias que llegaban al pelotón eran que en el Turchino estaba nevando. La aproximación al paso ya fue calamitosa y menos de la mitad de ciclistas comenzaron la subida entre la nieve y el viento.

 Caminando y cargando la bici al hombro, los primeros en llegar a la cima (a 140 kms de la salida) tardaron cinco horas en llegar. Coronó Van Hauwert en cabeza seguido de nuestro “Cri-cri” a 10 minutos. La bajada estaba imposible y Van Hauwert se accidentó en una de las curvas cubiertas de hielo y nieve. Temblando y sin sensibilidad en las extremidades se negó a continuar y se guareció en una cabaña al lado del camino. Allí se lo encontró Christophe, en cuclillas y envuelto en una capa de origen desconocido. Decidió seguir ahora que iba en cabeza pero el viento gélido congelaba cada rincón de su cuerpo y conforme iba descendiendo la nieve adquiría una textura pastosa que impedía un pedaleo mínimamente eficaz. Suerte que su experiencia en ciclocross le dotaba de una habilidad y resistencia fuera de lo normal. Y saber que iba primero de la carrera le daba una motivación extra.

Pero, a pesar de dejar de nevar e ir despejándose el día, el frío seguía siendo muy intenso y la ruta estaba impracticable. Caminando, empujando la bici, … los kilómetros no pasaban. En  varias ocasiones tuvo que dejar la bicicleta y hacer unas carreras de ida y vuelta para entrar un poco en calor. Empezó a tener calambres estomacales y a sufrir desorientación. Se tiró en la cuneta pensando que le esperaba la muerte por frío cuando divisó cerca una casita y se dirigió hacia allí. Pero no llegó, tal era su debilidad. El destino hizo que el propietario lo viera y se acercara en su ayuda. Lo llevó dentro, le quitó la ropa mojada y lo envolvió en varias mantas.

Con masajes y calor “Cri-cri” empezó a revivir cuando entraron en la casa dos seres de otro planeta: Van Hauwert, que había decidido seguir en carrera, y Ernest Paul descalzo de un pie, sin que ni él mismo supiera explicar cómo y dónde había perdido el calzado. Estaban tan congelados que se quemaron las manos al ponerlas directamente en el fuego de la chimenea.

Christophe decidió que ese era el momento de aprovechar para seguir adelante, pero su salvador se lo impedía, no estaba en condiciones. Tuvo que engañarle  diciéndo que cogería el primer tren a San Remo en la estación más cercana y, con dos pantalones largos que le había dejado para aguantar el frío, salió con la bicicleta a por los 300 francos de premio para el ganador.

A falta de 90 kms, en el control de Savona, iba solo destacado y decidió coger la bicicleta de repuesto que había dejado allí un previsor corredor ya retirado. Entre la nieve, el barro y los golpes la suya estaba para el desguace y, aunque no era su talla, la ajena estaba en perfectas condiciones. Se dejó un solo pantalón y lo cortó para dar una mayor apariencia de ciclista. Dando lo poco que le quedaba Eugène Christophe entró en San Remo  (y en la historia) 12 horas y 24 minutos después de la partida. La más lenta y, sin duda, la más dura de la historia. Sólo acabaron cuatro corredores.

El amigo “Cri-cri” estuvo un mes hospitalizado en San Remo por las graves congelaciones sufridas y tardó dos años en poder competir de nuevo.